Vida Cristiana

Una cosa que mis padres hicieron bien: Pedir perdón

¿Por qué es tan difícil pedir perdón? Incluso cuando nos damos cuenta de que hemos hecho daño a otra persona, ser los primeros en pedir perdón es lo último que queremos hacer.

La explosión de ira, antipatía y odio se niega a silenciarse. Preferimos fijarnos en los pecados del otro, mientras nos repetimos a nosotros mismos: ¡No es justo!

Lo he sabido toda mi vida. Los niños no necesitan que se les enseñe a reclamar derechos; todos somos naturalmente rápidos para reclamar lo que nos pertenece, pero lentos para admitir lo que está mal. Pedir perdón va en contra de nuestra naturaleza. De niña, necesité que me enseñaran a pedir perdón.

Mis padres nos exigían a menudo a mi hermana y a mí que nos pidiéramos perdón después de peleas insignificantes. No siempre estaba dispuesta a pedir perdón, ni mi corazón a perdonar.

Pero a lo largo de mi infancia, y hasta la adolescencia, mis padres me mostraron la importancia de las disculpas y del perdón verbal, no solo diciéndome que hiciera las paces, sino pidiéndome perdón cuando me hacían daño.

Reconoce el pecado

En una ocasión, mi madre reaccionó con ira hacia mi hermana y luego se disculpó. Mi hermana no guardó resentimiento. «Está bien». Estaba dispuesta a seguir adelante, pero mi madre protestó rápidamente: «No, no está bien». En aquel momento me pregunté por qué tenía que darle tanta importancia a dos palabras. ¿Cómo se suponía que mi hermana iba a aceptar sus disculpas?

Otras veces, tras peleas entre mi hermana y yo, mis padres nos instaban a disculparnos en términos concretos. «Lo siento», decía yo, y ellos interrumpían: «¿Lo sientes por qué?». En esos momentos, mientras luchaba contra la tentación de decir algo rencoroso como «Siento que te sientas herida», deseaba que mis padres lo dejaran pasar. ¿No bastaba con pedir perdón?

Mis padres no me imponían un estricto guión de disculpas. Más bien, percibían la tendencia a escondernos detrás de palabras imprecisas e indefinidas para evitar la incomodidad de enfrentarnos al pecado. Nombrar nuestro pecado es humillante.

Sin embargo, la Biblia nunca esconde nuestro pecado bajo la alfombra, pues todo pecado nos hace merecedores de la muerte (Ro 1:32). Incluso los pecados que consideramos comunes, como la desobediencia a los padres (v. 30), quejarse (Nm 11), la impaciencia (21:4-6), y la ira (Mt 5:21-26), son ofensas horrendas contra Dios. Los llamados pecados menores nunca son menores ante los ojos de Dios.

"Crecí consciente de que mi pecado era grave porque mis padres consideraban grave su pecado contra mí"

Crecí consciente de que mi pecado era grave porque mis padres consideraban grave su pecado contra mí. Me pedían perdón en términos concretos: «No debí haberme enfadado contigo.

Estuvo mal. Lo siento». «Siento haber sido insensible contigo. Debí haber sido más amable.

¿Me perdonas?». Cuando mis padres me enseñaron a confesarme sin excusas ni advertencias, aprendí que afrontar el pecado con honestidad humilde es el primer paso hacia la reconciliación.

Reconciliar relaciones

Hace unos años, mi madre y yo lloramos juntas. Me había dicho algo insensible sobre el aumento de peso, sin intención de herir mis sentimientos, pero con el resultado de magnificar una de mis peores inseguridades.

Me fui enfadada a mi habitación a la defensiva y me metí en la cama para ponerme de cara a la pared y secarme las lágrimas. Enfadada y herida, me sumí en la autocompasión y el resentimiento, repitiendo sus palabras, así que cuando vino a mi habitación a disculparse, me negué a girarme o a responder. Salió de mi habitación durante un rato y volvió una vez más.

Esta vez, no solo se disculpó por lo que había dicho, sino que compartió conmigo su propio quebranto: ella también había luchado contra la imagen corporal y la presión de estar delgada; ella también comprendía que el dolor que yo sentía era más profundo que unas pocas palabras descuidadas. Lloró al confesarme el dolor de su idolatría y su anhelo de ser libre. Y me pidió perdón.

Mi amargura cedió. Su vulnerabilidad me hizo volverme hacia ella, a pesar de la vergüenza que sentía. Mientras asentía, indicando «Sí, te perdono», nos abrazamos y lloramos juntas por nuestra lucha compartida. Nuestra relación estaba siendo redimida y restaurada.

Mi madre no tenía que compartir conmigo su vulnerabilidad. La primera vez me había ofrecido una disculpa perfectamente adecuada. Sin embargo, se acercó a mí con algo más que el deseo de ajustar cuentas o de hacer su parte para enmendar las cosas.

Trató de reconciliar nuestra relación fracturada. Se disculpó y me pidió perdón no porque quisiera simplemente la absolución, una conciencia limpia, sino porque me quería a .

Refleja el evangelio

De manera similar, el perdón que recibimos en Cristo por Su muerte es más que un perdón legal: es el comienzo de la reconciliación con Dios. Pablo explica: «Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo con Él mismo, no tomando en cuenta a los hombres sus transgresiones» (2 Co 5:19).

El perdón de Dios a nuestras ofensas es un medio para la reconciliación, el restablecimiento de una relación. La forma del evangelio es relacional.

"El perdón que recibimos en Cristo por Su muerte es más que un perdón legal"

De niña me habían enseñado que tenía que disculparme para resolver los conflictos. Lo llevé hasta la adolescencia, sabiendo que se esperaba de mí que al menos dijera «lo siento».

Pero cuando mi corazón no se alineaba con mis palabras —cuando la tensión visible y la amargura permanecían— mis padres no estaban satisfechos.

No porque fueran unos legalistas estrictos de una especie de cuasi penitencia, sino porque les importaba nuestra relación. Saben que la verdadera reconciliación solo se produce cuando se reconoce el pecado y se otorga el perdón.

En mi relación con mis padres, me he sentido más conocida y amada cuando acudo a ellos tras palabras hirientes o un silencio airado, confesando la culpa y la destrucción de mi pecado, preguntando: «¿Me perdonan?».

Siempre me reciben con misericordia, a veces con lágrimas en los ojos, a veces con un largo abrazo. En esos momentos, conozco el evangelio como lo expresa Tim Keller:

«Eres más pecador de lo que jamás te atreverías a imaginar y eres más amado y aceptado de lo que jamás te atreverías a esperar».

Publicado originalmente en The Gospel CoalitionTraducido por Eduardo Fergusson.

Ashley Kim es una joven escritora y estudiante universitaria que pertenece a la First Baptist Church de Nueva York. Escribe ocasionalmente en su sitio web.

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